Aquí, donde nacen los árboles y desde a unos veinte metros, allá arriba, en el cielo, se los ve terminar, me siento en paz y tranquilo conmigo mismo por haberlo olvidado todo y comenzado a flotar en la briza, tal como las hojas secas que caen de estos árboles, sin razones para bailar con el viento y sin gana alguna de busarlas o inventarlas. Soy feliz.
Joaquín Tapia Guerra (no tengo la fecha ahorita, jeje)
jueves, 24 de julio de 2008
viernes, 30 de mayo de 2008
Prólogo del Libro
A manera de una historia, la que sigue representará por ahora mi mejor intento. Debo confesar que jamás he intentado escribir, y si lo hice fueron siempre frases o con suerte párrafos cuya contundencia era, por el mismo hecho de su extensión, muy incipiente o en muchos casos totalmente nula. Además se añade a esto mi casi patológica tendencia a huir de toda compañía siempre que puedo, por lo que más aún era de esperar que lo hiciera cuando intentaba pasar al papel mis invaluables confidencias; de ahí mi dificultad para hacerlo durante los tan imprescindiblemente prolongados momentos necesarios para el desarrollo de una bien estructurada palabrería.
Mi corta edad y el insignificante número de experiencias que deriva de ésta, repercuten en una carencia total de concentración y la –afortunadamente- ya en decadencia falta de confianza en mis aptitudes y conocimientos.
Así, nada muy inteligible y mucho menos magnífico se espere del subsiguiente escrito que, muy a duras penas, logro imaginar realizado, y que además osa dirigirse a las más enigmáticas cuestiones que el hombre se ha planteado y que ahora con mucho miedo se atreve a mencionar; que es en parte lo que me inspira a hacer todo lo que en el transcurso de mis ulteriores deliberaciones desarrolle.
Pero más allá de toda esta patética y autocompasiva redundancia diré que lo que intento estudiar aquí es aquello con lo que lo mismo han querido todos hacer: parar de sufrir; y ya se ve que jamás podremos lograrlo, así que la justificación para la existencia de este texto, así como la de todos los que a esto se deben, es inexistente. Pero quién soy yo para decirlo.
Por esto y mi todavía diminuta habilidad en lo que respecta al arte de escribir, pido, se me excuse por las posibles falencias que pueda en el futuro encontrar el señor lector.
A manera de una historia, la que sigue representará por ahora mi mejor intento. Debo confesar que jamás he intentado escribir, y si lo hice fueron siempre frases o con suerte párrafos cuya contundencia era, por el mismo hecho de su extensión, muy incipiente o en muchos casos totalmente nula. Además se añade a esto mi casi patológica tendencia a huir de toda compañía siempre que puedo, por lo que más aún era de esperar que lo hiciera cuando intentaba pasar al papel mis invaluables confidencias; de ahí mi dificultad para hacerlo durante los tan imprescindiblemente prolongados momentos necesarios para el desarrollo de una bien estructurada palabrería.
Mi corta edad y el insignificante número de experiencias que deriva de ésta, repercuten en una carencia total de concentración y la –afortunadamente- ya en decadencia falta de confianza en mis aptitudes y conocimientos.
Así, nada muy inteligible y mucho menos magnífico se espere del subsiguiente escrito que, muy a duras penas, logro imaginar realizado, y que además osa dirigirse a las más enigmáticas cuestiones que el hombre se ha planteado y que ahora con mucho miedo se atreve a mencionar; que es en parte lo que me inspira a hacer todo lo que en el transcurso de mis ulteriores deliberaciones desarrolle.
Pero más allá de toda esta patética y autocompasiva redundancia diré que lo que intento estudiar aquí es aquello con lo que lo mismo han querido todos hacer: parar de sufrir; y ya se ve que jamás podremos lograrlo, así que la justificación para la existencia de este texto, así como la de todos los que a esto se deben, es inexistente. Pero quién soy yo para decirlo.
Por esto y mi todavía diminuta habilidad en lo que respecta al arte de escribir, pido, se me excuse por las posibles falencias que pueda en el futuro encontrar el señor lector.
Joaquìn Tapia Guerra-25/05/2008
Sufrimiento
Sufrimiento, es la única palabra con la que puedo describir la situación de esa persona, es la más correcta manera de reflejar lo que siente. Todos estamos ahí, tan cerca suyo como su madre al momento en que él nació, lo observamos tan fijamente que pareciera que lo juzgamos por algún crimen. Pero nadie le ayuda, todos muy cerca para observarlo y lejos para comprometerse con él.
Está solo, ebrio hasta los pelos y perdido en esa soledad tan profunda que le devora cada trozo de carne que hay en su cuerpo. Trata de acercarse a alguien y se encuentra con el rechazo y el odio de todos los que están a su alrededor. Intenta una y otra vez conseguir la aceptación de alguien y por más que les suplica de rodillas sólo recibe golpes e insultos. Sigue intentando, llora y ruega por una muestra de cariño, pero nada consigue.
Qué nos lleva a ser tan crueles, pareciera que nos deleitamos al verlo sufrir. Disfrutamos de observar el sufrimiento siempre y cuando esté en alguien más y no en nosotros, así que observamos a esta sufrida persona desde lo más cerca posible y sin embargo no le permitimos ningún contacto con nosotros porque es despreciable, porque el dolor causa gusto en las personas que lo ven, no en las que lo tienen.
Entonces nosotros, que estamos aquí viéndole, que podemos ayudarle pero que jamás lo haríamos, somos en realidad lo peor que jamás podría haber existido, porque anteponemos nuestro placer a la posibilidad de calmarle el dolor a él o a cualquier otro sufrido.
Sigue llorando, empieza a golpearse a sí mismo contra el suelo y las paredes, en pocos minutos su rostro es otro, casi ya no se reconoce una forma humana en ese cuerpo. Implora por un poco de compañía, por un poco de cariño, de amistad, de amor. Está solo, perdido en un mundo en el que la única forma de adquirir la cercanía de los otros es haciéndose víctima del dolor; autodestruirse para llamar la atención de los otros.
Los otros somos nosotros, somos aquellos que corremos tras del sufrimiento ajeno para deleitarnos, para satisfacernos y seguir vivos; nosotros necesitamos de ese sufrido para mantenernos en pie, para seguir persiguiendo sufridos.
Más placer aún, nos da el causarle dolor a alguien, el poder dañar de alguna manera la tranquilidad de otra persona hasta que ésta se descontrole por completo y se convierta en un sufrido más. ¿Por qué esta terrible naturaleza humana?, no entiendo que es lo que hace que todos sintamos esa adictiva necesidad de causar, o al menos ver, el sufrimiento en otro; incluso ese otro haría lo mismo.
…………
Otra vez soñé, esa persona me agobia todas las noches con lo mismo y no me deja descansar, tengo que buscar la manera de olvidarla, si sigo así voy a acabar muerto.
Yo soy una hormiga más en este abominable mundo, trabajo las reglamentarias ocho horas en la empresa de un señor, un señor cuyo nombre no conozco. Esa es mi rutina desde que recuerdo, aparte sólo veo películas de Hollywood al llegar a mi casa, duermo, hago las compras domésticas, aseo mi habitación cada que puedo y me voy a desquitar de esta proletaria vida que llevo todos los viernes con algunas hormigas más.
Nunca había cambiado nada, sabía que eso era todo para lo que estaba aquí en este mundo. Terminé la primaria y me di cuenta que todo aquello del amor, la iniciativa y la capacidad humana de creación, eran cosas que jamás existieron, y que si lo hicieron, eran cosas que el sistema había adormecido o tal vez destruido para siempre en nosotros.
Todo había sido así hasta que un día al esperar el autobús vi a un hombre, pequeño, encorvado y totalmente ebrio. Lloraba amargamente y trataba de abrazar a la gente pero todos se le pasaban de largo, hasta ahí me pareció indiferente, pero de pronto un niño comenzó a reírsele a carcajadas, el hombre trato de abrazarlo y el niño empezó a patearle sin parar de reír. Entonces pensé, que ahora las escuelas se habían efectivizado aún más en su proceso de enajenación y destrucción de toda posible potencialidad humana. Desde entonces que sueño con ese momento, pero en mis sueños es aún peor, el hombre se autodestruye para obtener la atención de los otros; no entiendo esta actitud que él toma, pero sin embargo creo totalmente que yo haría lo mismo en esa situación.
Durante semanas que vengo agobiado pensando en la razón por la que aquel hombre pudo hacer lo que hizo, en ausencia de alguien conocido que haya presenciado la escena, lo he discutido en mi mente una y otra vez, y no logro responderme.
Tal vez un intento desesperado de acabar con la intrascendencia a la que el sistema nos condena, o una búsqueda de compañía para contrarrestar la soledad en la que también el sistema nos atrapa, etc. El sistema nos hace un montón de daños que nos convierten en máquinas, nos enajenan, nos quitan la esencia y exprimen de nuestro cuerpo el mayor trabajo posible para convertirlo en producción, y finalmente en dinero. El sistema es el dinero, y éste está por encima de todo lo demás, incluyéndonos a nosotros y lamentablemente a la Naturaleza, que es donde vivimos y el inmenso espacio que no conocemos. El sistema es imperialista, se expande sin límite alguno hasta que se destruye, y a su paso acaba con toda la hermosa perfección del espacio natural en el que se desenvuelve. Es casi como un zancudo yungueño, que se posa apaciblemente sobre un trozo de piel, incrusta su tubular boca en una vena y absorbe sangre sin parar, como con una sed que no puede saciar, hasta que finalmente su cuerpo se hincha y explota, dejando la sangre extraída derramada sobre el brazo; sí, así es todo en estos tiempos.
Joaquín Tapia Guerra-07/10/07
Sufrimiento, es la única palabra con la que puedo describir la situación de esa persona, es la más correcta manera de reflejar lo que siente. Todos estamos ahí, tan cerca suyo como su madre al momento en que él nació, lo observamos tan fijamente que pareciera que lo juzgamos por algún crimen. Pero nadie le ayuda, todos muy cerca para observarlo y lejos para comprometerse con él.
Está solo, ebrio hasta los pelos y perdido en esa soledad tan profunda que le devora cada trozo de carne que hay en su cuerpo. Trata de acercarse a alguien y se encuentra con el rechazo y el odio de todos los que están a su alrededor. Intenta una y otra vez conseguir la aceptación de alguien y por más que les suplica de rodillas sólo recibe golpes e insultos. Sigue intentando, llora y ruega por una muestra de cariño, pero nada consigue.
Qué nos lleva a ser tan crueles, pareciera que nos deleitamos al verlo sufrir. Disfrutamos de observar el sufrimiento siempre y cuando esté en alguien más y no en nosotros, así que observamos a esta sufrida persona desde lo más cerca posible y sin embargo no le permitimos ningún contacto con nosotros porque es despreciable, porque el dolor causa gusto en las personas que lo ven, no en las que lo tienen.
Entonces nosotros, que estamos aquí viéndole, que podemos ayudarle pero que jamás lo haríamos, somos en realidad lo peor que jamás podría haber existido, porque anteponemos nuestro placer a la posibilidad de calmarle el dolor a él o a cualquier otro sufrido.
Sigue llorando, empieza a golpearse a sí mismo contra el suelo y las paredes, en pocos minutos su rostro es otro, casi ya no se reconoce una forma humana en ese cuerpo. Implora por un poco de compañía, por un poco de cariño, de amistad, de amor. Está solo, perdido en un mundo en el que la única forma de adquirir la cercanía de los otros es haciéndose víctima del dolor; autodestruirse para llamar la atención de los otros.
Los otros somos nosotros, somos aquellos que corremos tras del sufrimiento ajeno para deleitarnos, para satisfacernos y seguir vivos; nosotros necesitamos de ese sufrido para mantenernos en pie, para seguir persiguiendo sufridos.
Más placer aún, nos da el causarle dolor a alguien, el poder dañar de alguna manera la tranquilidad de otra persona hasta que ésta se descontrole por completo y se convierta en un sufrido más. ¿Por qué esta terrible naturaleza humana?, no entiendo que es lo que hace que todos sintamos esa adictiva necesidad de causar, o al menos ver, el sufrimiento en otro; incluso ese otro haría lo mismo.
…………
Otra vez soñé, esa persona me agobia todas las noches con lo mismo y no me deja descansar, tengo que buscar la manera de olvidarla, si sigo así voy a acabar muerto.
Yo soy una hormiga más en este abominable mundo, trabajo las reglamentarias ocho horas en la empresa de un señor, un señor cuyo nombre no conozco. Esa es mi rutina desde que recuerdo, aparte sólo veo películas de Hollywood al llegar a mi casa, duermo, hago las compras domésticas, aseo mi habitación cada que puedo y me voy a desquitar de esta proletaria vida que llevo todos los viernes con algunas hormigas más.
Nunca había cambiado nada, sabía que eso era todo para lo que estaba aquí en este mundo. Terminé la primaria y me di cuenta que todo aquello del amor, la iniciativa y la capacidad humana de creación, eran cosas que jamás existieron, y que si lo hicieron, eran cosas que el sistema había adormecido o tal vez destruido para siempre en nosotros.
Todo había sido así hasta que un día al esperar el autobús vi a un hombre, pequeño, encorvado y totalmente ebrio. Lloraba amargamente y trataba de abrazar a la gente pero todos se le pasaban de largo, hasta ahí me pareció indiferente, pero de pronto un niño comenzó a reírsele a carcajadas, el hombre trato de abrazarlo y el niño empezó a patearle sin parar de reír. Entonces pensé, que ahora las escuelas se habían efectivizado aún más en su proceso de enajenación y destrucción de toda posible potencialidad humana. Desde entonces que sueño con ese momento, pero en mis sueños es aún peor, el hombre se autodestruye para obtener la atención de los otros; no entiendo esta actitud que él toma, pero sin embargo creo totalmente que yo haría lo mismo en esa situación.
Durante semanas que vengo agobiado pensando en la razón por la que aquel hombre pudo hacer lo que hizo, en ausencia de alguien conocido que haya presenciado la escena, lo he discutido en mi mente una y otra vez, y no logro responderme.
Tal vez un intento desesperado de acabar con la intrascendencia a la que el sistema nos condena, o una búsqueda de compañía para contrarrestar la soledad en la que también el sistema nos atrapa, etc. El sistema nos hace un montón de daños que nos convierten en máquinas, nos enajenan, nos quitan la esencia y exprimen de nuestro cuerpo el mayor trabajo posible para convertirlo en producción, y finalmente en dinero. El sistema es el dinero, y éste está por encima de todo lo demás, incluyéndonos a nosotros y lamentablemente a la Naturaleza, que es donde vivimos y el inmenso espacio que no conocemos. El sistema es imperialista, se expande sin límite alguno hasta que se destruye, y a su paso acaba con toda la hermosa perfección del espacio natural en el que se desenvuelve. Es casi como un zancudo yungueño, que se posa apaciblemente sobre un trozo de piel, incrusta su tubular boca en una vena y absorbe sangre sin parar, como con una sed que no puede saciar, hasta que finalmente su cuerpo se hincha y explota, dejando la sangre extraída derramada sobre el brazo; sí, así es todo en estos tiempos.
Joaquín Tapia Guerra-07/10/07
Convencimiento al Freudismo Para un Humanista
El cumplimiento de la justicia requiere, indiscutiblemente, de una autoridad que lo supervise, que deriva a su vez en el establecimiento, espontáneo y planificado, de jerarquías sociales; éstas últimas fundamentándose en la “necesidad humana de diferenciación” y, en su grado más elevado, en la imposición de superioridad de un individuo o grupo sobre otro individuo o grupo. Así, lograr igualdad de derechos y obligaciones entre personas con diversos roles en la colectividad parece irrealizable, excepto por un particularísimo elemento humano que en el más remoto caso sería quizá capaz de hacer prevalecer los preceptos sociales: el amor.
La posibilidad está tal vez en nuestras manos, y al alcance de nuestra acción, mas si en el caso de que, siendo así, no hayamos hecho absolutamente nada al respecto en diez mil años de historia, debimos, pues, habernos limitado a aceptar la sumisión animal desde un principio, para evitarnos todo este largo e ininteligible rodeo.
Joaquín Tapia Guerra- 16/05/08
El cumplimiento de la justicia requiere, indiscutiblemente, de una autoridad que lo supervise, que deriva a su vez en el establecimiento, espontáneo y planificado, de jerarquías sociales; éstas últimas fundamentándose en la “necesidad humana de diferenciación” y, en su grado más elevado, en la imposición de superioridad de un individuo o grupo sobre otro individuo o grupo. Así, lograr igualdad de derechos y obligaciones entre personas con diversos roles en la colectividad parece irrealizable, excepto por un particularísimo elemento humano que en el más remoto caso sería quizá capaz de hacer prevalecer los preceptos sociales: el amor.
La posibilidad está tal vez en nuestras manos, y al alcance de nuestra acción, mas si en el caso de que, siendo así, no hayamos hecho absolutamente nada al respecto en diez mil años de historia, debimos, pues, habernos limitado a aceptar la sumisión animal desde un principio, para evitarnos todo este largo e ininteligible rodeo.
Joaquín Tapia Guerra- 16/05/08
Eros y Muerte
La vida no es vida si uno no tiene un amor.
Ando perdido, sin rumbo, deseando incansablemente algo inalcanzable. Despierto y quiero morir, en el día deambulo con un hambre insaciable y agonizo noche tras noche con la melancolía de no poder hacer, ni decir, ni morir.
¿Quién soy? ¿Hacia dónde voy? ¿Por qué nos preguntamos constantemente esto cuando está todo aún más claro que la hipocresía de la gente?
Me repugna la mentira, pero me doy luego cuenta de que no hay verdad; y esto, esto, me repugna aún más.
Este soy yo. Ando caminando en la calle y planifico una jornada de excitante cotidianidad.
Me cruzaré con los transeúntes y los miraré como siempre, sin nada en la mente más que la idea de llegar a mi trabajo y escribir artículos que al dueño del periódico le agraden y favorezcan. ¿Por qué le interesa esto? No lo sé, no me corresponde reflexionar sobre ello; yo sólo debo escribir y ser tan intrascendente como me sea posible durante los días que me quedan por delante.
¡Como sea! Voy camino a la vida, porque puedo ahora divisar a lo lejos en la vereda una cosa roja, divina y preciosa, que se acerca hacia mí. Aún está lejos, como a una o dos cuadras. Apenas puedo observar algunas curvas y flecos que bailan con el viento. No veo la hora de que llegue hacia mí. Poco a poco se van perfeccionando las proporciones, y aquel deslumbrante cuerpo se hace todavía más deslumbrante.
Ya está a una cuadra. La forma de reloj de arena es muy clara y el vaivén de las caderas casi tiene el poder de hipnotizarme. Y más encantador aún, bailando con mayor gracia que los flecos rojos de su vestido, su cabello rizado, suave y marrón –casi rojo-, acompaña con absoluta armonía al cuerpo de tan hermoso ser.
Está ahora muy cerca, casi a diez pasos de mí, el rostro más bello que jamás haya visto se levanta ante mí, para exponer sus divinos colores y facciones. Es una mujer pelirroja, de nívea piel, ojos verdosos, labios escarlata y un vestido de igual color, lo suficientemente suelto y justo como para exhibir su silueta sin hacer que luzca obscena; dejando a la vista las pecas en los pechos, el cuello y la cara.
Ya llega el momento, se acerca inexorablemente hacia mí y un pánico estremecedor recorre una por una las vértebras de mi espalda. Una fragancia divina me rodea. Es jazmín. El olor más puro y fresco, sensual e inocente -verdaderamente maravilloso- que jamás haya existido.
Mis rodillas se tambalean, y ella está a sólo un paso de mí. Pero algo sucede; ella no viene hacia mí, se cruza conmigo, iluminando mi cadáver con un tremendo roce de sus cabellos en mi cara. Por un momento el impacto me va a destruir, pero luego ella, ella, se va.
Estoy solo otra vez, y nada ni nadie me rescatará de la agonía de la impotencia. Tuve tanto miedo que no hice nada. Y ahora ella se ha ido.
Añoro volver al pesebre uterino de la infinita y cálida quietud.
Joaquín Tapia Guerra- 12/05/08
La vida no es vida si uno no tiene un amor.
Ando perdido, sin rumbo, deseando incansablemente algo inalcanzable. Despierto y quiero morir, en el día deambulo con un hambre insaciable y agonizo noche tras noche con la melancolía de no poder hacer, ni decir, ni morir.
¿Quién soy? ¿Hacia dónde voy? ¿Por qué nos preguntamos constantemente esto cuando está todo aún más claro que la hipocresía de la gente?
Me repugna la mentira, pero me doy luego cuenta de que no hay verdad; y esto, esto, me repugna aún más.
Este soy yo. Ando caminando en la calle y planifico una jornada de excitante cotidianidad.
Me cruzaré con los transeúntes y los miraré como siempre, sin nada en la mente más que la idea de llegar a mi trabajo y escribir artículos que al dueño del periódico le agraden y favorezcan. ¿Por qué le interesa esto? No lo sé, no me corresponde reflexionar sobre ello; yo sólo debo escribir y ser tan intrascendente como me sea posible durante los días que me quedan por delante.
¡Como sea! Voy camino a la vida, porque puedo ahora divisar a lo lejos en la vereda una cosa roja, divina y preciosa, que se acerca hacia mí. Aún está lejos, como a una o dos cuadras. Apenas puedo observar algunas curvas y flecos que bailan con el viento. No veo la hora de que llegue hacia mí. Poco a poco se van perfeccionando las proporciones, y aquel deslumbrante cuerpo se hace todavía más deslumbrante.
Ya está a una cuadra. La forma de reloj de arena es muy clara y el vaivén de las caderas casi tiene el poder de hipnotizarme. Y más encantador aún, bailando con mayor gracia que los flecos rojos de su vestido, su cabello rizado, suave y marrón –casi rojo-, acompaña con absoluta armonía al cuerpo de tan hermoso ser.
Está ahora muy cerca, casi a diez pasos de mí, el rostro más bello que jamás haya visto se levanta ante mí, para exponer sus divinos colores y facciones. Es una mujer pelirroja, de nívea piel, ojos verdosos, labios escarlata y un vestido de igual color, lo suficientemente suelto y justo como para exhibir su silueta sin hacer que luzca obscena; dejando a la vista las pecas en los pechos, el cuello y la cara.
Ya llega el momento, se acerca inexorablemente hacia mí y un pánico estremecedor recorre una por una las vértebras de mi espalda. Una fragancia divina me rodea. Es jazmín. El olor más puro y fresco, sensual e inocente -verdaderamente maravilloso- que jamás haya existido.
Mis rodillas se tambalean, y ella está a sólo un paso de mí. Pero algo sucede; ella no viene hacia mí, se cruza conmigo, iluminando mi cadáver con un tremendo roce de sus cabellos en mi cara. Por un momento el impacto me va a destruir, pero luego ella, ella, se va.
Estoy solo otra vez, y nada ni nadie me rescatará de la agonía de la impotencia. Tuve tanto miedo que no hice nada. Y ahora ella se ha ido.
Añoro volver al pesebre uterino de la infinita y cálida quietud.
Joaquín Tapia Guerra- 12/05/08
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